abril 30, 2008

El tiempo pasa, siempre

Hace unos días, una amiga me abrió su corazón para contarme algo que humedecía su alma. Una historia, como tantas otras, en la que no falta quién llore por aquello que perdió. En un momento de la conversación, dijo esto, como encontrando la solución para todos sus males: "Sólo quiero que el tiempo pase rápido".

Únicamente la escuché, no era momento para decir nada. Sentí algo de empatía por su tristeza, por haber recorrido yo mismo ese camino alguna vez, y finalmente le di un abrazo fuerte. Ella sonrió con dificultad, liberada por contar lo que sentía, pero angustiada por el largo camino en subida que le esperaba.

Sin embargo, su frase quedó dándome vueltas en la cabeza desde que salió de sus labios y llegó a mis oídos: "Sólo quiero que el tiempo pase rápido". Hoy escribo para decir y decirle todas las cosas que pensé en ese momento y luego seguí pensando, pero entonces no dije. Ahora que se enjugó el llanto seco del alma (ese que no lleva lágrimas por ser más hondo), es tiempo de expresarlas.

Dijo William Shakespeare, con toda la sabiduría que caracterizó su obra: “Suceda lo que suceda, aún en los días y en las horas borrascosas, el tiempo pasa” (Macbeth). Y eso no es poco.

Muchas veces suceden cosas inesperadas que no entendemos. Circunstancias que nos parten el alma al medio y no nos dejan respirar. Momentos en los que parece que el aire se solidifica y no pasa por la garganta. Aún en esos momentos, "el tiempo pasa". Y es cierto el refrán popular: "el tiempo -como un río que contínuamente limpia su cauce- cura todo".

Así que, amiga, ten por seguro que aún hoy, en medio de la tormenta, "el tiempo pasa", y con ello la tristeza y el dolor que ahora mismo oprimen tu pecho. Las ilusiones renacen, las esperanzas cobran fuerzas y lo adolecido nunca se pierde. Como dicen por ahí, "aquello que no te mata, te hace más fuerte".

Así que aquí te dejo, con tus fantasmas de lluvia, que ya pronto se irán tan solos como vinieron. Recuerda que el Invisible nunca te abandona.


"Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos" (2° Corintios 4:8-9).

abril 23, 2008

Máscaras

Hace unos días un amigo me decía: "Utilizo tantas máscaras para agradar a la gente todo el tiempo, que tengo miedo de que cuando finalmente cobre el valor de decidir quitármelas, nadie reconozca ni aprecie a la persona que se encuentra debajo".

En su momento, no dije nada demasiado inteligente. Sólo intenté confortarlo. Le hablé acerca de la obra de Dios en su vida, y del producto de la misma. Le aseguré que si se dejaba transformar por Jesús, entonces su vida se llenaría de humildad, sinceridad, honestidad... y nadie dejaría de querer tener cerca a una persona que tuviese esas características.

Todas esas cosas no es que crea que no sean ciertas, o que no importen. Sin embargo, mi respuesta fue inútil para quien la oyó. Le hablé de una realidad trascendente, que está buenísima, pero no cambia nada en su vida hoy. Y, lo que es peor, ni siquiera me di cuenta del origen del problema.

El temor de sacarse las máscaras no está fundamentado en que quizás los demás no lo quieran, sino en que él mismo teme encontrarse con algo que no le guste. Él teme no quererse a sí mismo sin la construcción que elevó a su alrededor.

¿Qué es lo que nos impulsa a ocultar a los demás (y a nosotros mismos) nuestro yo, y a mostrar otra cosa, una versión supuestamente mejorada? Digo... prefiero la Venus de Milo como está hoy, a una versión nueva que intente tapar los errores, los pedazos faltantes productos del tiempo y las circunstancias. Entonces, ¿por qué no hacemos lo mismo con las personas? ¿Por qué preferimos la máscara perfecta e irreal a la persona imperfecta pero real y, por tanto, hermosa? ¡La construcción intelectual jamás será superior a la experiencia sensible! ¿O acaso no es mejor conocer la nieve o la aurora boreal que el relato que alguien pueda hacer acerca de cómo se percibe?

Un no muy recomendable libro que leí hace varios años ya dice: "La mayoría de la gente está atrapada en su armadura (...) Ponemos barreras para protegernos de quiénes somos. Luego un día quedamos atrapados tras las barreras y ya no podemos salir" (Robert Fisher, El caballero de la armadura oxidada). Más allá de que la obra en sí no sea muy buena, esa frase me parece rescatable.

Tardamos tanto tiempo y empeñamos tanto esfuerzo en construir nuestras máscaras que ya nos parecen más valiosas que nosotros mismos. De a poco, aprendimos a apreciar más la cáscara que el fruto dulce que se encuentra dentro. Miramos a los demás, y preferimos sus máscaras de felicidad falsa a sus lágrimas de angustia contenida. La sociedad se encarga de vendernos fast-smiles y nosotros las compramos obcecadamente, en vez de preferir una buena sonrisa sentida. ¿Cómo puede ser que lo artificial nos atraiga más que lo natural? Nos fijamos en nosotros mismos y hasta lleguemos a creer que el disfraz es mejor que el ente que oculta. ¿Qué nos pasa?

Quitemos ya el velo de una vez. Miremos a los demás a los ojos, a través de sus máscaras, directo al corazón. Saquemos nuestras caretas de en medio y mostremos nuestra alma como es, ya sea que se encuentre brillante como la mañana, o un poco golpeada por el camino recorrido. Al fin y al cabo, ¿no es infinitamente mejor ser que parecer?


"Cuando la necesidad nos arranca palabras sinceras, cae la máscara y aparece el hombre" (Lucrecio).

abril 22, 2008

De hormigas y hombres

Ayer vi algo que me impresionó. En las selvas tropicales, las hormigas son una de las especies más poderosas, por supuesto, no por su tamaño, sino por su gran número (millones por hectárea). Una de las maneras de la naturaleza para mantener el delicado equilibrio de la cadena alimenticia en ese ecosistema es a través de un hongo llamado Cordyceps unilateralis. Básicamente, las esporas de este hongo parásito entran en el cuerpo de la hormiga, en su cerebro específicamente. Y ahí mismo empieza a crecer. Inevitablemente, este concluye con la muerte del insecto en cuestión.

Y esto, tan raro, ciencia ficción like y hasta un poco asqueroso, se parece tanto a lo que le pasa a los hombres...



El hongo entra en la cabeza de la hormiga y la distrae, la enloquece. Modifica su comportamiento, pierde el sentido de por qué hace lo que hace. Se pierde. ¿No ocurre lo mismo, acaso, con el pecado? Entendiendo el pecado como todo aquello que se aleja de la naturaleza misma de Dios (Dios es verdad, por ende la mentira es pecado; Dios es el fundador de la vida, por tanto todo tipo de asesinato es pecado, etc.), siendo Dios quien crea la vida y la mantiene funcionando, es lógico pensar que entonces, su consecuencia sea la muerte, por cuanto nos separamos de Aquel que nos da vida (sería como desenchufar un velador y pretender que la luz siga encendida).

El pecado entra en nuestra mente y se alimenta de nuestros pensamientos, crece. Nos trasforma, nos cambia. Empezamos a hacer y pensar cosas que jamás imaginamos haríamos. Nos alejamos de quienes nos quieren. Rompemos el balance de la vida en comunidad. Nos termina matando.



Es tan gráfico lo que ocurre con la hormiga... casi tanto como lo que ocurre con el hombre.

Otra cosa muy interesante: las demás hormigas, al ver los síntomas de la compañera infectada y temer por la seguridad de la comunidad, la expulsan (si el hongo creciera dentro del hormiguero, al completar su crecimiento liberaría las mismas esporas que enfermaron a la primera hormiga, causando que muchas más muriesen). Me recuerda a Pablo pidiéndoles a los corintios que expulsen al hermano inmoral: "Por carta ya les he dicho que no se relacionen con personas inmorales. Por supuesto, no me refería a la gente inmoral de este mundo, ni a los avaros, estafadores o idólatras. En tal caso, tendrían ustedes que salirse de este mundo. Pero en esta carta quiero aclararles que no deben relacionarse con nadie que, llamándose hermano, sea inmoral o avaro, idólatra, calumniador, borracho o estafador. Con tal persona ni siquiera deben juntarse para comer" (1° Corintios 5:9-11). No sea cosa que un poco de levadura fermente toda la masa...

Increíble cómo los principios de Dios se ven reflejados en la naturaleza, ¿no?

abril 19, 2008

Adolecer

No necesitamos creer algo para que sea cierto. Sin embargo, en cuanto lo hacemos, comenzamos a pensar que sabemos todo al respecto. Lo conocemos, por tanto, le fijamos límites, lo enmarcamos dentro de nuestros paradigmas. Lo limitamos.

¿Es acaso todo susceptible de delimitarse? ¿Lo es el hombre? ¿Lo es el mundo? ¿Lo es Dios? Ayer cumplimos tres años de novios con mi novia y le escribí una carta que incluía este fragmento:

"A veces, no te entiendo. Te miro, te escucho, trato de buscarle la vuelta... pero no termino de comprenderte. Sin embargo, no me molesta. Al contrario, creo que sería terrible saberte por completo, acabadamente, anticiparte a cada momento. Me gusta que haya lugar para la sorpresa, para el inesperado. Me gusta mirar hacia delante y tener una vida para conocerte más, para amarte cada vez más".

¿Y qué si extendiésemos (en vez de limitar) ese pensamiento a todas las áreas de nuestra vida? ¿Qué tal si nos dejáramos maravillar por el mundo? ¿Qué tal si cada tanto las estrellas o un atardecer nos humedecieran el alma? ¿Qué pasaría si nos dejáramos maravillar por el misterio humano? ¿Qué pasaría si nos arriesgáramos a conocer a un Dios más grande del que nuestro pensamiento puede abarcar?

Toda disciplina para ser considerada científica debe tener, entre otras cosas, un objeto de estudio determinado. Eso implica que pueda delimitárselo. A veces, tratamos a las personas como objetos: las prejuzgamos, las menospreciamos, las pensamos acabadas. A veces percibimos así a la realidad, desde nuestra cosmovisión segura y comprobada. A veces pensamos así a Dios, desde nuestra teología a prueba de fallas.

Entonces, algo ocurre que hace temblar la mesa hasta que las piezas de nuestra casi victoria asegurada tiemblan y se desparraman. Rey, peones, alfiles, planes y estructuras se hacen pedazos. Y, sin embargo, cuánto más grande parece el tablero ahora, cuántas posibilidades más ahora se abren.

¿Qué tal si nos animamos a cambiar, a mover el ángulo del telescopio, a reacomodar los fundamentos? Si vemos que las cosas así no funcionan, o no funcionan bien, o nos damos cuenta de que podrían funcionar mucho mejor, ¿por qué no?

"Nunca vamos a ser los de antes. Mejores o peores, cada uno lo sabrá. Por dentro, y a veces por fuera, nos pasó una tormenta, un vendaval, y esta calma de ahora tiene árboles caídos, techos desmoronados, azoteas sin antenas, escombros, muchos escombros. Tenemos que reconstruirnos, claro: levantar nuevas casas, estupendo, pero ¿será bueno que el arquitecto se limite a reproducir fielmente el plano anterior, o será infinitamente mejor que repiense el problema y dibuje un nuevo plano, en el que se contemplen nuestras necesidades actuales? Quitar los escombros, dentro de lo posible; porque también habrá escombros que nadie podrá quitar del corazón y la memoria" (Mario Benedetti, Primavera con una esquina rota).

Nadie podrá quitarnos jamás aquello que hayamos adolecido. ¿Por qué, entonces, negarse a hacerlo?